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lunes, 12 de enero de 2015

Luis de Requesens, el general catalán que dio hasta su última gota de sangre al Imperio español

Educado junto a Felipe II, el diplomático y militar nacido en Barcelona fue el hombre de confianza del Rey que tuteló a don Juan de Austria en la batalla de Lepanto. Murió en la guerra de Flandes en medio de un motín generalizado de las tropas hispánicas
Biblioteca Nacional de España
La implicación militar de los catalanes, cuyos fueros prohibían expresamente servir en una fuerza armada lejos del principado, fue casi siempre nula en los asuntos del Imperio español. Así, son pocos los soldados catalanes que protagonizaron grandes gestas o batallas de los siglos XVI y XVII donde la intervención de los habitantes de esta zona de España fuera crucial. Luis de Requesens –procedente de una familia catalana enraizada en Castilla– y la batalla de Lepanto son las más famosas excepciones. Según distintos historiadores navales, el almirante catalán asesoró directamente a don Juan de Austria sobre la estrategia que debía aplicar el bando cristiano en «la más alta ocasión que vieron los siglos», que dijo Miguel de Cervantes.
Bien es cierto que la relación de esta familia con Castilla no era la habitual en la época entre los distintos reinos que conformaban la Monarquía hispánica. Se puede decir, en efecto, que los castellanos se encontraban conociendo a los aragoneses, y viceversa, cuando los Requesens –barones de Martorell (en la Provincia de Barcelona)– se tropezaron con los Zúñiga, unos nobles castellanos pero de origen navarro. De esta forma, el padre de Luis de Requesens, Juan de Zúñiga y Avellaneda –consejero personal de Carlos I de España– se casó con Estefanía de Requesens, señora de la villa de Molins de Rey. Las capitulaciones matrimoniales precisaban que el heredero debía utilizar en primer lugar el apellido materno.
Nacido en Barcelona el 25 de agosto de 1528, Luis de Requesens y Zúñiga fue un niño enfermizo al que en una ocasión casi se le dio por fallecido, pero su madre lo llevó al altar de Nuestra Señora en Montserrat, donde al poco tiempo comenzó a recobrar el aliento. No en vano, la historia tenía reservada grandes gestas al joven catalán que, por destinos de la vida, iba a recibir la educación de un Príncipe. A principios de 1535, su padre fue nombrado ayo del Príncipe don Felipe y se llevó a su hijo a la Corte, donde ejerció como paje del futuro monarca. La cercanía con el Príncipe le convirtió en su compañero de juegos, el encargado de llevar el guion real (el estandarte) y en su confidente. En 1543, fue designado para acompañar al Príncipe de Asturias en su boda con María de Portugal, que falleció por sobreparto dos años después. El noble catalán acudió junto a su amigo cuando, deprimido por la muerte de su joven esposa, se retiró temporalmente al Monasterio del Abrojo.

Embajador en la Santa Sede

La estrecha relación de Luis de Requesens con el Príncipe de Asturias le situó, llegado a adulto, como un fiel y polivalente servidor de la Corona. Un hombre tan capaz de encargarse de materias diplomáticas como de empresas militares. Y ni siquiera el fallecimiento de su padre en 1546 pudo retrasar el ascenso político del catalán al que el Emperador le concedió la Encomienda Mayor de Castilla, ostentado por su padre hasta su muerte, y fue nombrado caballero de la Orden de Santiago antes de cumplir los 23 años. A petición de Carlos I, esta orden militar armó cuatro galeras para combatir a los turcos en el Mediterráneo y puso al frente a Luis de Requesens. Las cruzadas reales llamaban a la puerta del noble.
Pero antes de enfrascarle en la guerra mediterránea, Felipe II tenía otros planes para su amigo de la infancia. En diciembre de 1561, Requesens fue nombrado por el monarca Embajador de España ante la Santa Sede, en cuyo solio pontificio se sentaba el Papa Pío IV. Como diplomático, su mayor éxito fue conseguir la elección del dominico Antonio Michele Ghiselieri como Papa, con el nombre de Pío V, que sería a la postre el impulsor de la Santa Liga contra el Turco. Además, durante su estancia en Roma le tocó lidiar con las quejas del Papa al proceso que el Rey español consintió contra el cardenal-arzobispo de Toledo, Bartolomé Carranza.
De un cargo diplomático a uno militar. Felipe II nombró a su hermanastro Juan de Austria como Capitán general de la Mar, pero al ser muy joven encargó a Requesens tutelarle en su servicio, para lo cual le concedió los más amplios poderes. Y aunque la flota hispánica no protagonizó grandes acciones, se lograron impedir los saqueos que los hermanos Barbarroja realizaban hasta entonces impunemente a las costas del Levante español e islas de Baleares y se cimentó la amistad entre Juan de Austria y Luis de Requesens. Al terminar la temporada de maniobras navales, el Rey volvió a ordenar al catalán que regresara a Roma, pero el levantamiento de los moriscos en el reino de Granada volvió a unir pronto su destino al del hermanastro del Rey.

Acompaña a Juan de Austria en su cruzada

Felipe II se propuso eliminar definitivamente los resquicios musulmanes de «la diócesis menos cristiana de toda la Cristiandad» –como la había definido el Papa– y espantar la posibilidad de que los moriscos ayudaran a los turcos a realizar un ataque directamente en suelo patrio. Las amenazas desde Madrid prendieron el levantamiento armado el día de Navidad de 1568, que se extendió por las escarpadas montañas granadinas. Además de pródiga en episodios de extrema violencia, la Rebelión de las Alpujarras tuvo una duración, dos años, mucho mayor de la prevista por el monarca. El motivo estuvo en la descoordinación entre los marqueses de Vélez y de Mondéjar, así como en la escasa calidad de las tropas que residían en la península —las unidades de élite estaban en Flandes y en Italia—. Precisamente para remediar estas carencias, don Juan de Austria, junto a Luis de Requesens, fueron puestos al mando de soldados enviados desde Italia.
Aunque la lucha fue complicada y Juan de Austria –cuya actuación tuvo mucho que ver en que fuera designado almirante general de la Santa Alianza en Lepanto–, la victoria cristiana llegó en 1571 y trajo consigo una deportación general de los 80.000 moriscos granadinos hacia otros lugares de la Corona de Castilla, especialmente hacía Andalucía Occidental y las dos Castillas. Y con el final de la campaña, los dos héroes del imperio regresaron al mar, donde a Requesens le fue encomendada la preparación de la escuadra y ejército españoles que debían unirse a la Santa Liga, siendo formada esta expedición en el puerto de Barcelona, que se proponía enfrentarse a la temida flota turca.
Para muchos historiadores, Luis de Requesens estuvo detrás de las decisiones estratégicas que marcaron el éxito del bando cristiano. Entre ellas, la orden de repartir a la infantería hispánica entre los barcos venecianos que iban vacíos de soldados armados o de conceder el protagonismo a los arcabuceros, los cuales se mostraron determinantes durante la contienda. Según las instrucciones del Rey, el noble catalán debía ejercer de segundo jefe de la Armada y como tutor de Juan de Austria «por su prudencia, buen juicio, virtudes diplomáticas, experiencia marinera en este mar y una respetada condición nobiliar». Además, era una de las tres personas, junto a don Álvaro de Bazán y don Juan Andrea Doria, que tenían que prestar su consentimiento a la posible decisión de presentar el combate.
Una vez en el golfo de Lepanto, donde los cristianos se impusieron a los otomanos y les causaron 30.000 bajas, Luis de Requesens combatió en una galera de la Orden de Santiago, pero prefirió quedar en un segundo plano, tanto por seguir las recomendaciones de su Rey como por el cariño y afecto que profesaba a don Juan de Austria al que no quiso restar protagonismo. Al terminar el combate, dirigió la recuperación de todos los bajeles posibles, mandando a continuación su reparación, para con ellos comenzar una expedición contra Túnez el año siguiente.
Sus maniobras políticas fueron decisivas para que la imagen del Santísimo Cristo de Lepanto fuera llevada a Barcelona. Requesens, asimismo, prometió a la virgen que mandaría construir un convento en Villarejo de Salvanés –hoy en día presidido por dicha patrona– si ganaban la batalla.

La Guerra de Flandes: la tumba del Imperio

Estos éxitos militares y su fama de hombre conciliador llevaron a Felipe II a elegir a Luis de Requesens como nuevo gobernador de Flandes en sustitución del severo Gran Duque de Alba. Si bien el catalán no gozaba del talento militar de su predecesor, uno de los grandes generales de su tiempo, la debilidad de la hacienda real obligaba a buscar una solución pacífica a la rebelión local contra su soberano, el Rey Felipe II. Así, antes de partir para Bruselas, el nuevo gobernador publicó una amnistía general, la abolición del Tribunal de Tumultos, símbolo de la represión española, y la derogación del impuesto de las alcabalas. No obstante, el cambio de estrategia de la Monarquía hispánica fue interpretado entre las filas rebeldes como un síntoma de flaqueza y a finales del otoño de 1573, Requesens tuvo que recurrir nuevamente a las armas para imponer su autoridad.
En el mapa militar heredado del Gran Duque de Alba, aunque se mantenía bajo control la mayor parte de Flandes, se habían perdido las ciudades norteñas en la zona de Holanda y de Zelanda. En febrero de 1574 se extravió el importante puerto de Middelburg, lo cual obligó a Requesens a redoblar los esfuerzos navales, pero sin obtener grandes resultados. El Imperio español no tenía una flota adaptada a las características de las costas del norte de Europa y su auténtico poder manaba de la superioridad de su infantería, los Tercios Castellanos, que lograron imponerse en la batalla de Mook, en el valle del Mosa. Si bien el mando directo de los españoles lo tuvo en esa ocasión el abulense Sancho Dávila, la batalla de Mook es recordada como la máxima hazaña durante el gobierno del catalán y causó la muerte de dos hermanos de Guillermo de Orange, el cabecilla de la rebelión contra la Corona.
Aún así, Luis de Requesens no pudo aprovechar la victoria y, cuando las tropas españolas al mando del coronel Cristóbal de Mondragón –con el agua al cuello y soportando los disparos de los soldados y marinos holandeses– avanzaban hacia Zelanda, se extendió un motín generalizado entre los ejércitos hispánicos por la falta de pagas. Desde el cambio de gobernador, el Rey enviaba ingentes sumas de dinero (en 1574, concretamente, más del doble que en los dos años anteriores), pero los gastos del Ejército, que en esas fechas contaba con 86.000 hombres, superaban con creces las posibilidades económicas de la hacienda regia. El 1 de septiembre de 1575, Felipe II declaró la suspensión de pagos de los intereses de la deuda pública de Castilla y la financiación del Ejército de Flandes quedó en punto muerto.
Sin fondos, sin tropas y cercado por el enemigo que había aprovechado para contraatacar, Luis de Requesens trató de cerrar un pacto con las provincias católicas durante el tiempo que su salud se lo permitió. Enfermizo desde que era un niño, el catalán fue víctima de intermitentes fiebres durante toda su vida que estuvieron apunto de causarle la muerte en varias ocasiones. A los 47 años de edad, Luis de Requesens falleció en Bruselas el 5 de marzo de 1576, a causa posiblemente de la peste, dejando por primera vez inacabada una tarea que le había encomendado su Rey y amigo Felipe II. Su cuerpo fue trasladado a su ciudad natal, Barcelona, siendo enterrado en el panteón familiar de la capilla anexa al Palau.
La rapidez con la que se propagó la enfermedad imposibilitó que el Comendador de Castilla pudiera dejar orden de su sucesión y fue el conde de Mansfeld quien se hizo cargo temporalmente del mando. Casi dos años después, tras retrasar al máximo su partida, Juan de Austria –que también moriría en Flandes– tomó el relevo de su mentor como gobernador.
 
 
 

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